Arrobo segundo de Santa Rosa de Lima en el Cristo de la Roca

Entonces, me puse a escuchar canciones guturales de la precordillera. Desde el fondo de la roca emergían voces como sierpes danzantes, un espectáculo penetrante bajo el sol del verano. Yo me dolía ante el reflejo de otra estirpe que me llenaba la cabeza de imaginarios acallados, de oraciones que no debían ser repetidas. Sabía yo que había un dios que me hablaba en la evidencia de mi conmoción. Podía escuchar los sermones de sacerdotes deformes y extranjeros de género indescifrable, mientras ejecutaba las heridas correspondientes en mi costado izquierdo.

Siempre supe que era un dios enfermo.

La noche abre su órgano tripartito ante mis ojos.
Derrama lentamente su brea tibia sobre la cabeza de Cristo y lo miro sin edad ni dialecto. Dentro de mi cuadro colonial no hay más respuestas que él. Su cuerpo es una abertura milenaria en mí. Cristo desnudo configura mi pasión de cosmogonía y sé que nadie comprendería eso. En esta tierra toda la gente es iletrada de espíritu, dada a las cotidianidades generales, al pan, al monasterio sin cobijo. Es un peladero de sensualidades que antes estaban aquí, bullían sobre la superficie terrena y verde cuando gobernaba Mama Quilla con su sombra delicada.

En estas horas de despojo hago entrar a Cristo como el cuchillo plateado en mi carne primeriza. Ofrezco esta mi sangre a su sangre para que haga él brotar la saciedad como ungüento sobre el vacío del alma.

La incertidumbre es mi pecado.