La pedagogía del sobrevuelo


Por Bernabé De Vinsenci / Vía Revista Cavila

Me escabullí en la casa de mi padre unos días a pesar de librarme al azar de sus altibajos anímicos: a menudo insiste como el tic tac de un reloj de pared en plena madrugada, o como un bullicio de voces a mi hipoacusia o bien pasa desapercibido, muy silencioso, como las moléculas del aire. Apenas pude cerrar los ojos, entreabrirlos y volver a cerrarlos -había renunciado a mi trabajo e iba a comenzar otro-, y a las dos y media de la madrugada oí que, a un volumen bajísimo, apenas audible, dializó su emisora predilecta: el Sur del Salado. Su táctica es la disciplina que quiera o no, en contra de mi voluntad, me obliga a permanecer a su lado: horarios estrictos e inmodificables como operario de fábrica, desde la siesta, pasando por cerrar la ventana a las once de la noche para que los vecinos tengan un horario estándar del momento en que se acuesta, hasta la hora precisa de bañarse. Yo, muy por el contrario, soy tan caótico que en raras ocasiones me dan ganas de tender la cama -emprolijar mi lugar de descanso, masturbación o pesadillescos despertares- o de cambiar la yerba al mate cuando se lava. Como toda relación amorosa (no hace falta explicar que lo amoroso atesora dos vértices: lo tierno y lo sexual, lo endogámico y lo exogámico, lo infernal y lo salvador), mi vínculo es de amor y odio, más de odio, de encontronazos, tensiones que si no huyo o desaparezco pronto pueden acabar en violencia física, que de amor (solo una vez, sin preámbulos, le dije “pá” -ese día rebosaba de alegría- y nunca sentí deseo de abrazarlo o decirle “te quiero”).

Cada vez que lo frecuento, aprendo a disfrutar las treguas de sus silencios, a oír sus ronquidos de madrugada o las veces que se levanta a orinar, aunque siempre me atormente con su presencia, con su tortuosa presencia, más allá de que sea corpulento, y tarde o temprano termino agotándome y yéndome lejos. A las nueve se recuesta, cierra los ojos, queda en duermevela una o dos horas -su reloj biológico es inclaudicable- y deja encendida la radio hasta que después de las diez, después de escuchar el programa folklórico, comienzan a sonar tangos y entonces bajo el volumen a cero o lo apago. De modo que ya dormido o entredormido o a punto de dormirse aprovecho a desplazarme por la casa con libertad, me encamino descalzo y sigiloso a la heladera, me comunico por teléfono, preparo mates o si mi apetito es feroz, como la sobras de la cena o rebano un chorizo seco. Todos los niños -o si no todos, la mayoría- tuvimos una visión desesperanzadora de nuestros padres, muchas veces con sobradas razones, otras en apariencia engañosas: una vez, por ejemplo, me arrinconó en un extremo de la cocina -yo con siete años era menudo, tímido, más rubio que ahora, es decir, menos feo- y me propinó trompadas, una tras otra, con el puño cerrado semejantes a mazazos; así que a partir de allí la procesión del perdón fue infinita. Desde entonces, se metamorfoseó en un monstruo que aún hoy es imborrable al olvido, con características que afearon poco a poco mi percepción del mundo.

En mi espalda, antes de convertirme en adolescente, antes de aprender a caminar las calles con independencia, sin su mano, florecieron dos alas de mosquito o mosca de basural que acobardado por el despotismo paterno sobrevuela de un sitio a otro sin afincarse en ninguno o en todos. Vagué de acá para allá, sin rumbo fijo. El lugar menos encantador fue la casa de mi ex cuñada a punto de parir mi primer sobrino varón y el más encantador -aunque los vestigios son cada vez más borrosos- la casa de una ex novia. De una parte de mi infancia hasta ahora todo se reduce a “exs”, incluso yo mismo soy un ex de un ex, perdí desde amigos íntimos hasta ropas favoritas o libros que nunca leí. Como buen mosquito o buena mosca de basural, o buena alimaña enardecida por su infelicidad, y aprendiendo la pedagogía del sobrevuelo, tuve más trabajos que años de vida. Para mí los trabajos han sido el karma de mis días. El último fue aprendiz de plomería con un hombre apodado Tano. Así lo conocí -más tarde supe que se llamaba Leo- y así lo llamé el poco tiempo que duré como aprendiz de plomero.

PRIMER DÍA:
Entre un montículo de cal todavía fresca había mierda. Me di cuenta cuando apurado, salí a buscar una herramienta. Los paraguayos hacían sus necesidades en la obra sin miramientos y la mezclaban con cal arrojándola, sin un mínimo de pudor, en la entrada principal. Un brasilero, sin idea de construcción, regenteaba a los paraguayos. Despidió a Mario con justificada razón porque había hecho desastres como amurar puertas a desnivel, muy a desnivel, tan a desnivel que a ojo quedaban horribles, pegar paredes torcidas, sin los recaudos necesarios, plomada y regla, o ninteles de más de dos metros. Tano preparó el mate, me dio indicaciones mientras largaba bocanadas de humo, con mucha tranquilidad, malgastando el tiempo en habladurías y desapareció en su camioneta. Voy a hacer unas cosas y vuelvo, dijo. Hice todo lo que me indicó (picar paredes, juntar escombros, amurar caños) y al finalizar (eran indicaciones simples y rápidas, que bien podía hacerlas solo) busqué charla con los paraguayos. ¿Cuánto te pagan?, me dijo el peón que por su enorme contextura a todas luces había sido él en mezclar la mierda con cal. Tenía dos opciones: engrupirlo o enfrentarlo con la verdad. Opté por la segunda. No sé, le respondí vergonzoso -yo pensaba para mis adentros un monto módico e indispensable que me permitiera vivir, también módicamente, y darme pequeños lujos, como comprarme cerveza o cigarrillos- y sincero. “Es mí primer día”.

Mi repuesta fue franca: Tano no me habló, ni siquiera me lo insinuó, de cuánto me pagaría el día. Vos, ¿cuánto ganás?, le retruqué: en mi anterior trabajo como peón, me pagaban mil. Iba a decírselo. El paraguayo era macizo, grande como un tambor de doscientos litros, con manos y pies robustos, fofos, con dos o tres bigotes y un culo de anciana de calzones enormes, y esgrimía expresiones locales como “chabón”, “gil”, “capo”, “loco”, a veces soltaba “che” o “piola”. Yo gano ochocientos, dijo, sintiéndose desdichado -lo noté en su voz- y volcó una maquinada de pastón para revocar, líquida y arenosa. ¿Cómo podía vivir con esa suma? Pensé en el alquiler -no se me ocurrió pensar, sin embargo, en pensiones porque en mi pueblo no existen- o en la boca, si acaso tenía, de cada uno de los miembros de su familia. Me causaba incomodidad, demasiada bronca como para empatizarme con él -en la albañilería no puede hacerse gala de las debilidades- y a su vez lástima, una lástima distante que me permitía no inmiscuirme ni excederme en preguntas.

Cuando Tano volvió le mostré lo que había hecho y me preocupé -también se lo dije- que había tenido muchísimo tiempo, sobrado tiempo, sin realizar nada. Iba a decirle “no me gusta estar al pedo”. Hizo gestos con las manos, complacido por su nuevo empleado, o sea por mí, y pronunció “comodidad” y “tranquilidad”, dos adjetivos dudosos. Que así fuese mi ritmo de trabajo, cómodo y tranquilo. Mi mente calculaba el cobro, especulando un monto y lo que me alcanzaría con el monto. Quizás pueda comprarme los zócalos de mi casa, pensé. Antes del mediodía lo llamó la esposa. “Sí, amuró los caños, má”, “cortó los PVC, má”, “nada que ver al anterior, má”, le decía, enfatizando el “má” -el “pá” y el “má” es muy común en los matrimonios de pueblos- y al ver que yo oía, a centímetros de distancia, cortó diciendo que teníamos que seguir. El resto de la tarde fue fusionar caños de un cuarto y tres cuarto: yo sostenía la fusionadora con mucha cautela y él fusionaba. Avanzábamos a paso de tortuga pero, sin detenernos, fusionamos casi todos los caños. Fusionamos tres caños más y por hoy dejamos, dijo Tano al cabo de dos horas. Acabé la jornada laboral sintiéndome un inútil (como siempre me hizo sentir mi padre)): lo único que había hecho era sostener una máquina con trescientos grados de temperatura. Mi nuevo empleador no me permitía progresar. Cualquier trabajo -sea cavar tierra con las manos, sea sacar yuyos con los dientes- nos debe ofrecer el antojo indispensable de sentirnos útiles, además de tener una remuneración que no se limite solo a comer.

Guardamos las herramientas, Tano lo hacía obsesivamente, ataba con una soga elástica la escalera en la Volkswagen. Eran las cuatro de la tarde y decidió arrimarme hasta la rotonda que me lleva a mi casa. Íbamos taciturnos -yo esperando que hablase- hasta que por fin rompió el silencio. ¿Cuánto pretendés ganar?, lo miré de reojo, reprimí un suspiro, y vi que sus ojos estaban puestos adelante del camino. Barajé: hace poco que vivo solo, me fui de otro trabajo, estamos en cuarentena, necesito comer, fumar cigarrillos, tomar alcohol, coger. No sé, solté más para adentro que para afuera; yo quería ganar ochocientos, desde un principio ese fue mi pensamiento. Bueno, dijo, todavía sin mirarme, mirá, yo a Erik le pagaba quinientos. Erik era el empleado anterior. ¿Te parece?, me apuró. Inhalé y exhalé. No dije ni sí ni no, me inhibí. Bueno, dije. Sacó de la billetera quinientos pesos con mucha tacañería y me los dio. Hasta mañana, dije, impotente, a punto de sollozar como un niño que perdió su juguete más preciado.

SEGUNDO DÍA:
Yendo a buscar leña al monte, de contrabando, cerca de mi casa pinché la bicicleta. Me despabilé a las cinco de la mañana. A las seis, más ansioso que animado, salí caminando a la casa de Tano. Cuatro kilómetros bajo la gélida mañana de invierno (acá hablamos de kilómetros o cuadras, en las grandes ciudades quizás de líneas de colectivos o zonas). De mi boca bullía vapor. Me puse los auriculares y caminé. Llegué cerca de las siete y media. La Volkswagen tenía el motor en marcha y humeaba por el caño de escape. Buen día, ¿cómo estás?, me saludó Tano mientras salía de la casa. Me limité a decir que el frío calaba los huesos. Acoté un adjetivo que no suelo usar con frecuencia: “ojetudo”. Un frío ojetudo. Volvimos a la obra. Tano me dio indicaciones, más o menos similares a las anteriores, y desapareció. En un rato vuelvo, dijo, soslayándome con la mirada, tengo que llevar la camioneta a arreglar que hace ruido. Tenía que seguir amurando caños, picando paredes. Che, le dije al paraguayo, ¿dónde hay cemento? ¿Tenés que amurar? Sí. Ayudame a hacer el pastón, si no te vas a matar haciendo baldes de cemento. Me mandó, ni estúpido ni zonzo, a enchufar el alargue. Estaba roto -tanto que podía quedar electrocutado en milésimas de segundos- y enmendado precariamente con cinta hiladora. Traté de enchufarlo, sin que mi vida corriera peligro, y me pegó patadas. Está roto, le grité al paraguayo. ¿Cómo roto?, se hizo el imbécil: me había mandado a mí porque sabía que la rotura, a cualquiera de los dos, podía mandarnos a la otra vida. ¿Cómo roto?, insistió, creyéndome de pocas luces. Sí, dije malhumorado, y oculté mi bronca. Agarró una escalla, presionó y logró enchufarlo. Hay que usar la cabeza, lució su escaso avivamiento.

Tano reapareció cerca de las once. Habló con el dueño de la casa y encendió cigarrillos. Yo no voy a quedarme electrocutado, le escupí al paraguayo después. Pensaba: gordo idiota, perdé vos la vida por limosnas. La panza comenzaba a hacerme ruido, sinfónicamente me crujía. Tano enloqueció con que teníamos que terminar, de modo casi obligatorio, y fusionar: después iríamos a bajar un tanque de una casa y después a colocar un termotanque. A las cuatro estamos libres, me animó con caños tres cuarto en la mano, mucha seguridad y un cigarrillo en los labios. Una vez finalizado el trabajo, me dije que tal vez pararíamos a tomar mates. Con cada persona que se cruzaba, Tano iniciaba charla. Derrochábamos dos horas sin hacer nada, él hablando -pecando en habladurías- y yo esperando apoyado en la Volkswagen. A las una y media -mi estómago estaba vacío como un pueblo abandonado, en ruinas- fuimos a su casa. Me hizo esperar afuera (ya vengo, mintió, voy a buscar unas cosas) media hora. Cuando volvió vi que, sin que yo me diera cuenta, se limpiaba los dientes con la lengua. Apenas podía mantenerme en pie. Vamos a bajar el tanque, siguió. Fuimos. Lo bajamos con otro plomero amigo de Tano. Otra vez perdimos dos horas, exactas, mientras él hablaba y yo esperaba. Después cambiamos el flotador de un tanque. Una vez más la aletargada espera. Mis piernas estaban débiles, a duras penas podía sostenerme en pie. Hay días que son así, dijo Tano, manejando la Volkswagen, refiriéndose a que íbamos de un lugar a otro.

Me fastidiaba el hecho de que perdiéramos el tiempo hablando. Me fastidiaba que, desde las ocho de la mañana, no había probado bocado: ni siquiera galletitas Don Satur, que son económicas y llenadoras. Lo poco que podía hablar era pausado, como un anémico o un minusválido. Cinco y media. Mi cabeza no podía coordinar. Si Tano decía “dame la pico de loro”, yo buscaba la llave francesa o empezaba a dar vueltas, olvidándome de lo que me había pedido (cada vez que me tensiono, la mielina de mis neuronas se obstruyen). Esperamos a que el termotanque se desagotara. Una vez vacío, lo cargué con mis manos y lo saqué a la calle. El cliente decía “tiene fuerza este chico”, “tiene fuerza este chico”. Al rato, salí a tomar aire. El hambre era feroz, implacable. Monté la bicicleta y me fui. Tano me llamó. Más tarde le envié un mensaje: “Disculpame, no me siento útil. Creo que son cosas que podés hacer solo. Operate”. Como tenía líquido en los tendones de la mano derecha, me ocupó a mí para menguar la fuerza y el dolor. No quería operarse porque lo obligaba de tres a cuatro meses de reposo. Quería que yo fuera su mano derecha por más de ocho horas ganando lo que se gana en medio día.

Mi padre sabe que puedo succionar sangre como mosquito, de modo inofensivo, o aletear hasta el hartazgo e incansablemente como una mosca bajo un zumbido ensordecedor: o me deprimo con profundidad, incursionando en zonas desconocidas, o busco alcanzar lo imposible, aquello que nos impone el ímpetu. Nunca me cuestionó con las fastidiosas preguntas “¿qué pensás hacer con tu vida?” o “¿por qué no te buscás un trabajo?”. Nunca propició un destino, cualquiera que fuese, bueno o malo para mí. Siempre rigió mi educación con “arreglatelas como puedas” o “salí a mendigar”.

A veces, cuando mi vida se vuelve un purgatorio de mis propios miedos, voy a saciarme el hambre a su casa, cocinamos un guiso o milanesas de pollo o descorchamos un vino económico, de segunda categoría, y dejo que el alcohol, en cada trago, intensifique mi sangre al punto de adormecerme, amodorrarme. Nos sentamos frente a frente, en cada punta de la mesa, oyendo la radio, sus programas favoritos, o sin emitir ni siquiera un suspiro o señal de vida, y él a cada rato me observa minucioso, atento, con la mirada penetrante (por su visión deficiente, muy limitada), a la expectativa de que, como mosquito o mosca o ambos, alce vuelo -un vuelo sin restricciones- y me pierda, lejos, en un horizonte acogedor que no pudo ofrecerme, a pesar de haberlo querido. Si mi vuelo fuera natural y verdadero, como lo es a menudo, ya me habría ido a otra galaxia, a otra constelación, a otro sistema solar, a caminos imprecisos e insospechados. Sin embargo me retiene, acaso como muestra de amor, sosteniéndome de una pata o estrujándomela. Tantas fueron las veces que bregué sobrevolar el orden del mundo, su estado ordinario, ir más lejos que la lejanía misma, que me extirpó pedazos de alas, la plenitud de mi ánimo aéreo, royéndome, poquito a poquito, como la polilla a la pata de una silla. Vuelo bajo, entonces, a centímetros de la superficie, y acompaño muy gustosamente al monstruo de mi padre, aunque desde mí infancia me aceche, voraz, sediento como una hiena hambrienta o un león rugiente. “¿Compramos un vino?”, me dice cada anochecer, después de recaudar monedas en changas mal pagas. “No, hoy no tomo”, le respondo cada anochecer. Por una única razón: no tengo dinero y tampoco empleo.