Entonces, me puse a
escuchar canciones guturales de la precordillera. Desde el fondo de la roca
emergían voces como sierpes danzantes, un espectáculo penetrante bajo el sol
del verano. Yo me dolía ante el reflejo de otra estirpe que me llenaba la
cabeza de imaginarios acallados, de oraciones que no debían ser repetidas.
Sabía yo que había un dios que me hablaba en la evidencia de mi conmoción.
Podía escuchar los sermones de sacerdotes deformes y extranjeros de género
indescifrable, mientras ejecutaba las heridas correspondientes en mi costado
izquierdo.
Siempre supe que era un
dios enfermo.
La noche abre su órgano
tripartito ante mis ojos.
Derrama lentamente su brea
tibia sobre la cabeza de Cristo y lo miro sin edad ni dialecto. Dentro de mi
cuadro colonial no hay más respuestas que él. Su cuerpo es una abertura
milenaria en mí. Cristo desnudo configura mi pasión de cosmogonía y sé que
nadie comprendería eso. En esta tierra toda la gente es iletrada de espíritu,
dada a las cotidianidades generales, al pan, al monasterio sin cobijo. Es un
peladero de sensualidades que antes estaban aquí, bullían sobre la superficie
terrena y verde cuando gobernaba Mama Quilla con su sombra delicada.
En estas horas de despojo
hago entrar a Cristo como el cuchillo plateado en mi carne primeriza. Ofrezco
esta mi sangre a su sangre para que haga él brotar la saciedad como ungüento
sobre el vacío del alma.
La incertidumbre es mi
pecado.